Quien conoce la obra de Celia Paul sabe que en sus trazos late una vulnerabilidad punzante. Sus cuadros —Mi Madre y la cruz, Annela, Pintora y modelo— parten de lugares tan íntimos que parecen contener de verdad advertencias silenciosas. En ellos habita un halo de no mirar, como si al mirarlos invadieras una parcela de su espacio sagrado. Las figuras en los lienzos flotan entre brumas de blancos y grises, mujeres suspendidas en una contemplación casi mística.
Descubrí a la artista británica gracias a la publicación de su libro Autorretrato, unas memorias híbridas que trenzan vida, cuerpo y pintura. Desde entonces no he dejado de volver y re-volver a él, ni de recomendarlo, por si algo de su modo de ver se contagia. La pregunta que vertebra toda su obra es simple y brutal. Hay que decidir: estar para el otro o para la obra. Esa es la tensión que vertebra las memorias de Paul, y que también se filtra en sus cuadros. «En mis pinturas temo romper el silencio», escribe. Pintar y vivir en una absoluta soledad escogida es la manera de sostener y dar oxígeno a la Celia artista. En su escritura existe una conciencia dolorosa de que elegir la obra no es necesariamente una afirmación triunfante, es una forma de pérdida. Pero también, la única que puede salvar algo.
Todo lo que crea Paul nace en su austerísimo estudio-santuario frente al Museo Británico que apenas abandona. Desde ahí ha podido dar flujo y forma a la norma vital que considera vital para toda artista: proteger una soledad propia. Un búnker físico y emocional que va más allá de la propuesta de Virginia Woolf: la protección de un espacio sin interrupciones, sin exigencias externas pero especialmente, las de una misma. Esta convicción sobre la que ya escribió Mary Oliver en su Escritur indómita: “No olvidemos que una puede interrumpirse: ese es el mayor peligro”. Para Paul, esa amenaza toma forma en las demandas exteriores, en las exigencias de la maternidad, en los escombros de un amor desigual.
En Autorretrato tomó la palabra por primera vez desde un lugar sólido. El fantasma de su historia amorosa con el pintor Lucian Freud —su maestro, amante, el padre de su único hijo— ha perseguido su carrera como un estigma. La marca de la musa. “Tuve que hacer mía mi historia”, escribe con lucidez a sus 60.
Se conocieron en el sótano de la Slade, prestigiosa escuela de arte de Londres donde ella se formaba y él visitaba a menudo como tutor adjunto. Celia tenía 18, él 55. En su primera noche juntos él ya le pidió que posara. Ella le leería después un poema premonitorio de Yeats: “He extendido mis sueños bajo tus pies”. La relación de diez años transitaría en esa espera eterna que tan bien ha descrito Annie Ernaux, “demasiado asustada para salir por si llamaba. Consumida por la vergüenza, la obsesión y los pensamientos depresivos”. Él se recrearía en ese desequilibrio que impregnaba la relación: mientras él devoraba el mundo, ella necesitaba resguardarse para crear. La ruptura llegaría diez años más tarde. El hijo de ambos, Frank, quedó como vínculo y testimonio.
“He tenido que dejar de lado el amor para para ser artista. En mi experiencia, es imposible abarcar ambas cosas al mismo tiempo.” Aborda este conflicto también en Cartas a Gwen John, donde traza una correspondencia imaginaria con otra artista atrapada en el mismo nudo: ser mirada y no mirar, ser objeto de deseo pero no sujeto del arte. Ambas, en distintos siglos, bajo el yugo de un hombre consagrado: Rodin para Gwen, Freud para Celia.
Paul no ha vuelto a convivir con una pareja o con nadie, tampoco con su hijo a quien confió la crianza a su madre para verlo solo los fines de semana, en los que renunciaba a pintar. Su rutina es monástica. Se levanta antes del amanecer, suele empezar a pintar después de una o dos tazas de té, aún vestida con su bata —siempre manchada de óleo, una segunda piel. El arte y esa casa, son su modo de preservar quién es. El resto surge de esa conexión contemplativa, de un deseo profundo de recoger exclusivamente lo que resuena en ella. Para ello tiene que blindarse. “Necesito sentir una fuerte conexión para retratar a alguien”, confiesa. Todo lo que pinta parte de un vínculo íntimo, de un espejo emocional.
No fue hasta los cuarenta que comenzaría a retratarse a sí misma. Sus autorretratos desprenden una vulnerabilidad impactante. Abren un diálogo constante entre el ser y el verse, entre objeto y sujeto. Entre el cuerpo representado y la mirada que lo crea. Pintarse es una forma de resistir la mirada del otro. De reescribirla. “Soy artista y modelo a la vez. Yo misma me observo. Me fortalece el hecho de representarme como una pintora, que es lo que soy”. Desde el fallecimiento de su madre – su modelo predilecta – sus cuadros han virado hace formas más abstractas y ha comenzado a pintar el mar.
Vuelvo a la reflexión de Mary Oliver y que la artista ha encarnado: el hambre de aplacar a esa Celia que se interrumpe y pone pegas a la Celia creadora “Me gustaría que mi obra hable a las artistas jóvenes que tarde o temprano tendrán que enfrentarse con el desafío de ser artista y mujer, que las ayude a resolver el conflicto a su manera. Creo que es un dilema esencialmente femenino”. La búsqueda de un lugar propio en el arte —y en el mundo— ha sido para Celia Paul una travesía hacia dentro, acto de fidelidad a sí misma. Hay que elegir: estar disponible para otro o proteger la propia obra.
No hay una conclusión cerrada, pero sí una voluntad clara: contar la historia en sus propios términos. “Lo que hace que una sepa que va a seguir pintando es que la materia pasa de ser un bien de consumo a algo mucho más complejo. Eso es la pintura. Una revelación”. leo en la novela de Paula Bonet. Si mirar hacia adentro —como hace Celia Paul— no es ya un gesto radical, sino revolucionario. La respuesta, quizás, sea simple: estar sola. La experiencia imposible, una revelación.