Mi amiga Cecilia viajó a Laguna Brava, reserva de vicuñas y flamencos que se encuentra en el extremo noroeste de Argentina. A través de su relato, también yo puede trasladarme a este paraíso situado a más de 4.000 metros de altura.
Silvestres y elegantes, los guanacos, parientes de las llamas, son conocidos por su gran habilidad para escupir, tanto saliva como hierbas que puedan estar masticando. Curioso, ¿verdad? Pues a parte de escupir, son animales preciosos que parece que alguien en su día quiso esculpir.
En los años 80 con el objetivo de preservar a las comunidades de guanacos y “sus primos hermanos” las vicuñas, al borde de la desaparición debido a la caza furtiva, se creó esta reserva Provincial en América del Sur. Semi-oculto en la cordillera de los Andes y a más de 4000 metros de altura, no exageramos ni un poco, cuando decimos que este lugar es un verdadero paraíso. Yo no he estado ahí, pero Cecilia Renard sí.
La mamá de esta fotógrafa menorquina es de argentina y este año decidió volver a reunirse con su “tribu”, su familia. Una vez reunidos y listos para marchar, emprendieron ruta hacia Vinchina, donde se encontraba el paso, el único acceso a la reserva y donde unos guardias les esperaban en el control, no sólo para registrar su entrada al parque, sino también para cerciorarse que les acompañaría un guía de confianza.
Allá comenzaba una carretera de curvas y tramos a ripio (gravilla) bordeando un arroyo de agua helada que bajaba de las montañas. Más adelante llegaron a Jagüé, el último poblado con apenas 150 habitantes viviendo en casas de adobe donde les esperaba Ricardo, un guía local que tuvieron la suerte de encontrar. La carretera proseguía monte arriba y Cecilia me cuenta cómo poco a poco percibían las características del relieve, los colores de las montañas, de los cortados, las suaves lomas, la árida vegetación, los primeros animales locales.
A pesar de que siguieron las recomendaciones de ir descansados y ligeros de estómago (básicamente todos iban en ayunas, aunque bien preparados con hojas de coca para mascar, pan y miel del tío Daniel) una vez arriba cordillera de los andes nadie está exento de la puna, el bien conocido allá como el mal de altura.
Durante el camino que en sí era un espectáculo, todos bajaban y subían del coche escuchando las explicaciones del guía y explorando o disfrutando del paisaje. También, tomaban fotos para su memoria y nosotros tuvimos la suerte, de que Cecilia, sin saberlo, también tomaba para la nuestra.
Gracias a los minerales del suelo, descubrieron ¡colores y más colores!: marrones, naranjas, dorados, azules, verdes, morados que vestían lomas redondeadas y preciosas.
Respirar con fuerza y sonreír.
Respirar con fuerza y repetir.
Respirar con fuerza y sentir.
Sentir que estas en otro planeta, y que esto es lo más auténtico en la faz de la tierra.
Aunque el viento helado te abofetease, era imposible no querer quedarse. Me contaba Cecilia que sientes el poder de la energía, que surge del suelo y parece que el resto del mundo se quedara pequeño (aprovechando este momento, todos los problemas con ellos).
Medio azulada, medio dorada… con 17 kilómetros de largo por 4 de ancho, Laguna Brava es una espejo (que no espejismo) fuerte y bello en el medio de la nada. Gracias Cecilia por hacernos viajar, sin movernos del sofá.