Sé tú mismo, consume como el resto

16 / 05 / 2024

Analizamos cómo el concepto de “autenticidad” ha perdido gran parte de su valor a causa de un uso repetitivo en publicidad. Y, también, las paradojas que implicaría en el mundo de la moda.  

Campaña de Miu Miu, firma que encabeza sucesivos rankings de Lyst.

A veces el mundo parece hecho de plástico, y lo que nos pide el cuerpo es algo de realidad. Betty Crocker es un ejemplo de ello. Esta famosísima marca norteamericana de alimentación había desarrollado un postre para horno que solo necesitaba dos cosas: agua y calor. Tenía buen sabor, y gustaba a todos. Sin embargo, nadie compraba esa fórmula. Algo fallaba, pero no se sabía qué. Para salvar la empresa, necesitaban el último recurso del capitalismo. Y acabaron solicitando la ayuda de Ernest Dichter, un psicólogo motivacional y teórico de la publicidad.

Un antiguo anuncio de Betty Crocker orientado a las amas de casa que quisieran hacer productos de repostería sencillos y deliciosos.  

Ernest hizo focus groups, habló con infinidad de amas de casa (el público principal al que se dirigía y que compraba la marca) y estuvo pensando y dando vueltas a la cuestión. Hasta que un día tuvo una idea que destacaba por su simpleza: bastaba con añadir un huevo a la receta original. Lo pusieron en grande en la caja del producto. Esa mínima diferencia disparó las ventas. No es que el huevo extra cambiase su sabor en absoluto, sencillamente era que, de esta manera, las mujeres que adquirían los polvos de Betty Crocker tenían que hacer algo, un pequeño esfuerzo. Así, casi sentían que se trataba de un postre casero, como si así no hubiesen caído en las garras del consumo de masas y de la artificialidad.

Esta pequeña anécdota, convertida casi en leyenda, no solo habla de lo importante que es el lado simbólico del consumo. Habla también de algo muy de moda, de algo espantosamente actual: la exigencia de autenticidad que se ha instalado en nuestra sociedad.

Este es el tema central de ‘La consagración de la autenticidad’ (Anagrama), el último ensayo traducido al español de Gilles Lipovetsky. El sociólogo francés, sin ponerse en lo peor y sin decir que la autenticidad nos salvará del infierno, hace un repaso bastante exacto de cómo este concepto se ha convertido en una moneda de cambio en publicidad y en el consumo de masas. O, dicho de otra manera, en algo sin prácticamente ningún valor.

El origen de la autenticidad tiene algo noble y heroico. Es la búsqueda por ser uno mismo, o más bien por rescatar el derecho de ser uno mismo. También implicaba, en un sentido más filosófico, la búsqueda de la esencia íntima de la vida, de la propia verdad de uno mismo. El mundo nos ofrece el espejo de una realidad terrible, y lo auténtico sería mirar ese horror de frente y vivir la vida en consecuencia. Entender la muerte, la enfermedad, la pérdida, el dolor y el amor en toda su magnitud. “La verdad es fea” escribió Nietzsche, y lo auténtico era vivir en base a esa verdad.

Pintura de Caspar David Friedrich, Caminante sobre un mar de nubes, una obra romántica que expresa el desafío y la soledad que eran intrínsecos con la búsqueda de una vida auténtica. 

La autenticidad, nos dice Lipovetsky, tuvo (y mantiene también) un fuerte componente social. Minorías de todo tipo utilizaron este concepto como una forma de defender su posición y su existencia. Sin embargo, hoy en día la autenticidad no es una lucha ni un descubrimiento, simplemente una forma de segmentar las audiencias para las grandes marcas. Como dice Lipovetsky, “estamos en la época de la industrialización de la personalización”.

Actualmente, el be yourself o el express yourself se han convertido en los mantras de prácticamente cualquier industria, también en el mundo de la moda. El año pasado, Lacoste lanzó una colección llamada “True to yourself”, con una línea de prendas donde se revisitaba lo más esencial y original de la marca. Esto no es nuevo, hace 15 años una famosa campaña de Hugo Boss cerraba con el slogan “Don’t imitate. Innovate”. Y, como estas, muchas otras más marcas.

Un ejemplo de la mencionada campaña de Hugo Boss. Lo paradójico es que comprar el producto supone negar su slogan. Adquirirlo no es una innovación, sino una imitación. 

En sí, no tiene nada malo que se nos invite a ser nosotros mismos. Pero, dice Lipovetsky, que la contradicción está en que esos mensajes los lanzan grandes marcas que lo que han hecho ha sido estandarizar el consumo, ofreciendo solo algunas pequeñas vías de personalización dentro de este. De alguna manera, el slogan tan repetitivo de “sé tú mismo” se podría cambiar por “sé tú mismo, vístete como el resto”.

Es algo que ya contemplaba Bauman en “La vida líquida”. Decía que la individualidad tiene una paradoja evidente. Se nos obliga a ser individuos distintos, originales y únicos. Y la forma que tenemos de demostrarlo es a través del consumo. Una prenda que muestre nuestra estética, unas experiencias que reflejen nuestros gustos, etc. El problema es que, en su mayoría, se trata de productos hechos en masa. Es decir: se nos exige individualidad al tiempo que se nos niega.

Y quizás así se entienda una jugada en principio tan poco intuitiva como la de Mark Zuckerberg cuando dijo que toda su ropa era igual para no tener que pensar en qué ponerse. Porque no era tanto por ahorrarse unos segundos eligiendo una combinación sino para evitarse el juego frustrante de elegir qué identidad representaba. De hecho, Lipovetsky se refiere a ese movimiento de anti-moda como una nueva forma de recuperar la autenticidad, de no sentirnos definidos a través de lo que llevemos puesto, sino de lo que seamos.

Zuckerberg con una de sus muchas camisetas grises.

Como ya decíamos, con Lipovetsky nunca está todo perdido. El be yourself también ha favorecido un consumo de moda más sostenible. La ropa de segunda mano, por ejemplo, agotada e inimitable en muchos casos, ofrece una defensa, una muestra de personalidad. Es algo ya no producido en masa que, además, supone un menor gasto o consumo para el planeta. De la misma manera que las marcas animan a que uno se atreva a ser como realmente es, se han acentuado consumos más sostenibles, menos contaminantes. La cosa, como siempre, tiene más que ver con saber dónde está la trampa y dónde no

René Lacoste era un jugador de tenis que, en la década de los 30, aprovechó su popularidad en Francia para fundar una marca de ropa con un cocodrilo bordado (a él le llamaban “el cocodrilo” a raíz de una apuesta). Su idea era poder jugar al tenis de una forma mucho más cómoda, con una ropa mejor pensada para el ejercicio, para el movimiento, y con su inconfundible seña de identidad bordada en el pecho: el cocodrilo. Así lo sintió como suyo, como auténtico, y por eso le puso su apellido. No hizo más que vender su forma de individualidad a todo el mundo. 

René Lacoste posando con una chaqueta de su propia marca.