De espíritu protector a símbolo de excelencia o persona creativa, en la evolución histórica de este término podemos encontrar el error fundamental del ser humano.
Isabelle Adjani en una foto promocional de Camille Claudel (Bruno Nuytten, 1988), el biopic sobre la escultora francesa. Claudel se recluyó en su taller tras una crisis emocional y pasó los últimos 30 años de su vida encerrada en un hospital psiquiátrico. Su trágica biografía perpetúa inevitablemente el mito del genio atormentado.
Forjada entre el Renacimiento y el Romanticismo, la imagen del genio como una persona dotada de una «capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables» sigue cargada de esa aura divina que heredó de la antigüedad, a pesar del intento del hombre moderno de negar a Dios a base de ciencia, tecnología y racionalismo. Y es que si en la palabra crear, las connotaciones espirituales están implícitas, en el caso de la palabra genio son totalmente explícitas. Espíritu protector en la mitología romana, el genio es el predecesor del ángel de la guarda cristiano, y homólogo del daimon griego, que significa «distribuidor», «repartidor» o «intermediario». La palabra proviene del latín genius, generado a partir de la raíz proto indoeuropea gen- (dar a luz, hacer nacer), de donde también surge el término griego γένεσις (génesis).
Mientras que la imaginación mitológica le otorgó forma humana y carácter individual, para Platón, el daimon era una voz interior que conecta al hombre con la divinidad. En Un curso de milagros (Foundation for Inner Peace, 1975), a esa voz se le da el nombre de Espíritu Santo, «el último vínculo de comunicación entre Dios y Sus Hijos separados». Ese vínculo es lo que nos inspira y nos comunica con la creación, más allá de la locura, la imaginación y la inventiva. Tal y como dijimos en el artículo «Creatividad: de lo espiritual en el arte», la potencia creativa está por encima del movimiento del pensamiento. No obstante, es difícil entender esta comunicación sin antes cuestionar cualquier concepto que le hayamos asignado a la Divina Providencia.
Y es que a lo largo de la historia, el hombre ha intentado explicar lo inmensurable de diversas formas: desde la mitología, la filosofía, la ciencia, etc. También le ha dado diferentes nombres, cada uno con sus diferencias y sus matices, aunque el más común probablemente sea «Dios», del latín deus, que, al igual que el sánscrito deva, nace de la raíz proto indoeuropea dei/deiwos, que significa brillo o luz diurna. El hecho de que existan infinidad de divinidades en todas las culturas parece dar a entender que las personas hemos confundido el vínculo con el origen con bastante frecuencia, como quien confunde los gajos con la naranja. También aparece de fondo el concepto cristiano de la Santísima Trinidad, entendido como los diferentes estadios en los que lo inmensurable se despliega y manifiesta: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La creación de Adán, Miguel Ángel (1511)
Al igual que Lucifer, el hombre renacentista se rebeló contra Dios (una vez más), y se adjudicó a sí mismo el papel de genio creador. Al intentar suplantar al mensajero, nos hemos dejado a nosotros mismos incomunicados, proyectando este desorden mental a través de nuestros actos. De ahí ese grado de locura que se le adjudica a la genialidad. Como dice UCDM: «La mente puede distorsionar su propia función, pero no puede atribuirse a sí misma funciones que no le fueron dadas». Si extrapolamos estos mitos al campo de los estudios de la conciencia, ¿qué lugar se le da a ese genio o vínculo comunicante? Por el momento, los científicos que se atreven a investigar en este terreno andan un poco a trancas y barrancas, y es que, ¿cómo demostrar algo que apenas se puede explicar?
El ángel caído, Alexandre Cabanel (1847).
Llevándolo a lo práctico, la inspiración del genio no es algo exclusivo del artista, como hemos podido ver, ni se expresa solo a través de la música, la escritura o la pintura. Ese potencial se encuentra en todas las mentes (como un programa predeterminado), y es aplicable a cualquier situación, por mundana que sea. Proveniente del latín inspiratio, inspiración significa inhalar, respirar o, en su sentido metafórico, el aliento de Dios. Ese aliento no solo nos da vida, sino que nos comunica de nuevo con algo que parece encontrarse fuera de los límites de la conciencia, revelándonos lo imperceptible. Por eso, hoy en día se utiliza tanto la frase «conectar con uno mismo» o «conectar con nuestra esencia» dentro del ámbito de la meditación, del yoga o incluso de la psicología, pues esa comunicación es sinónimo de salud y bienestar.
En cuanto a la expresión artística, si nos fijamos en esta palabra (expresión), vemos que se origina en el latín expressi, que significa «sacar afuera o exprimir», pues el prefijo ex- refiere a «exteriorizar» y primĕre a la idea de «presionar». Este punto es importante, pues nos está llevando al origen mismo del mundo. ¿Qué es lo que ejerce esa presión necesaria para que se produzca una manifestación de lo interno o, como se dice en la RAE, «de lo que se quiere dar a entender»? Si bien es complejo responder a esta cuestión, lo que sí podemos deducir es que el arte está relacionado con la necesidad de comunicación –entendida como comunión o participación en lo común– inherente al ser humano. Artista, pues, es toda persona que vive en comunión con la vida, independientemente de su oficio, pero el humano siempre busca ser especial. Ese es nuestro error fundamental.
Prometeo encadenado, Peter Paul Rubens (1612). Para los románticos, la figura de Prometeo representó la resistencia del rebelde contra la tiranía de los dioses.
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