Solange firma la última gran obra del Guggenheim

24 / 05 / 2017
POR Verónica Martín

Aprovechando la arquitectura y las formas del museo, la artista convirtió el Guggenheim de Nueva York en un gran escenario con «An Ode To». Una performance impresionante. 

 

 
El 18 de Mayo era un jueves caluroso en Manhattan, pero los asistentes a tan magnífico espectáculo recordarán esta fecha por la energía, las voces, la fuerza y los movimientos de semejante puesta en escena.

Dos eran las normas para los asistentes: vestir de blanco y dejar teléfonos móviles y cámaras fuera. Nadie, absolutamente nadie, ni Björk, Zoë Kravitz, Questlove o Kelela que se encontraban entre los presentes de diferentes profesiones, estatus, religiones y etnias se libraron de cumplirlas.
 


 
Repartido por diferentes plantas y niveles, e incluso sentados en el suelo o de pie, el público esperó primero la aparición de la banda vestida de amarillo, burdeos y arena y de un grupo de bailarinas negras vestidas de blanco entre las que hizo su aparición en escena ella: Solange Knowles. Acompañada por las vocalistas Franchelle Lucas e Isadora Mendez-Scott , y entre un sonido atronador e indefinido, Solange arrancó esta obra de arte en vivo con la canción «Rise» de su último disco «A Seat at the Table».
 


 
La armonía de su voz, los arreglos en vivo de la banda y una disciplinada coreografía de los 40 bailarines configuró esta asamblea humana que tenía mucho de misticismo y de ofrenda pagana. Esta magia alcanzó uno de sus puntos álgidos con la aparición de una docena de músicos tocando cuernos ancestrales en un homenaje a su Nueva Orleans natal y de nuevo evocando a una fuerza casi sagrada.

El otro gran momento llegó con la interpretación de «Mad», una canción que invita a los negros a expresar su enfado y a todos en general a permitirnos soltar aquello que nos produce rabia y cólera. Solange lo hizo con la unión de su grito al de sus cantantes como símbolo de liberación catártica y con una interpretación visual muy liberadora.

Después entonó «F.U.B.U.» mezclándose con el público para terminar el grandioso espectáculo tirándose por el suelo, retorciéndose y pataleando antes de saltar y correr de un lado a otro.
 


 
Entre tanta actividad Knowles supo también guardar las pausas, perfectamente estudiadas, proporcionando un ritmo perfecto y meditativo, una combinación de actividad y quietud, una oda a la pureza, al compromiso, a la humanidad, a la superación, a la vida, a la comunidad y una obra de arte en toda regla.
 

vía: Saint Heron