¿Qué hay de nuevo? La columna de Estel Vilaseca para VEIN.ES
Lo sé, llevo días dándole vueltas a la misma cuestión…pero es que este es, al fin y al cabo, el gran tema que nos ocupa: que otra moda (y otros mundos) son posibles y para ello hay que imaginar nuevas formas de vestir y de vivir. También me parece importante no sólo innovar, sino también recuperar viejos hábitos, ofrecer resistencia a este frenesí en el que se han convertido nuestro día a día y que, en muchas ocasiones, tan infelices nos hace. Estos días leo Los inquietos de Linn Ullmann (gracias Señoras que leen por prestármelo, me está gustando mucho). En este interesante relato autobiográfico de la hija de la actriz Liv Ullmann y el director de cine, teatro y guionista Ingmar Bergman, nos transportamos a los años setenta y ochenta, en particular a la remota isla de Fårö donde la autora, de pequeña, pasaba los veranos con su padre. Más allá de las brillantes reflexiones entorno a la maternidad, la exigencias de las profesiones creativas, las relaciones materno y paterno-filiales fuera de la norma, resulta algo doloroso percatarnos de cómo la hiperconectividad está cambiando de forma tan brutal nuestra relación con el tiempo, el nuestro y el de los otros. En esa espacio donde las jornadas pasan lentas, padre e hija suelen ver cada día una película clásica en el cine que el director se hizo construir. Resulta entonces inevitable recordar esos veranos de la infancia en los que había tiempo para todo y las sobremesas se alargaban, sin necesidad de hacer planes uno detrás de otro. La voz de Linn Ullmann describe con delicadeza el cúmulo de emociones que se despliegan al crecer y confrontarse con el mundo adulto: asombro, rabia, sorpresa, tristeza.
Mientras viajo a su infancia, me acuerdo de la mía. Pienso sobre qué podría escribir la columna de esta semana. Me han venido a la memoria, en concreto, dos disfraces que me hicieron mis abuelas. La moda es también recuerdo. Balbina me hizo un conjunto de bailarina de dos piezas de color rojo intenso, con un cuerpo de terciopelo muy suave y una falda de tul tres cuartos rematada con una cinturilla de terciopelo que acababa con un lazo. Carmina, un vestidito de charleston de tejido satinado verde, flecos negros en la falda y lentejuelas bordadas en la pechera y en los tirantes. El primero no hay manera de encontrarlo – todavía confío que en algún momento aparezca escondido en algún rincón del altillo de casa de mis padres. El otro lo guardo con cariño y me emociono pensando que es una pieza única que cosió exclusivamente para mí. Lo más terrible de todo es que también me acuerdo de que, en realidad, lo que era guay en el cole era comprarse el disfraz y que yo había deseado hacerme con uno de Sisi Emperatriz o de princesa de cuento. Por supuesto, mi madre se negaba a comprar ninguno de esos disfraces. Ella, por entonces, ya adquiría de forma habitual en el rastro y tenía predilección por la bisutería antigua. Yo me avergonzaba entonces de esas prendas y de ser diferente…ahora lo entiendo todo (gracias mamá). Coser nuestras propias prendas o comprarlas de marcas de cercanía – si podemos – es un acto que combate el consumismo desmedido del que os hablaba hace una par de semanas. Arreglar las que se nos han estropeado, también.
Remendar. Qué palabra tan importante. Arreglar, reparar, recuperar. Al acto de remendar le dedica Jeff Wall una de sus últimas fotos, actualmente en exposición en su retrospectiva “Cuentos Posibles” en La Virreina de Barcelona. “Maqueta para un monumento a la contemplación de la posibilidad de remendar el agujero de un calcetín” se titula. Una mujer, mayor, sentada en una biblioteca mira ensinismada un calcetín agujereado. ¿Zurzir o no zurzir? Esta es la cuestión. Estamos en un momento en el que esta cuestión resulta vital. Para el autor, se trata de “un monumento a la incertidumbre, concretamente a la incertidumbre de si tenemos la capacidad y la voluntad de remendar eso que se ha vestido, se ha usado demasiado y se ha estropeado. […] La mujer no hace caso de los centenares, miles de libros que la rodean; me la imagino como un fantasma que aparece cuando la tienda cierra y las luces se desvanecen, la pregunta que se hace a sí misma y a nosotros emergiendo de alguna manera de un algoritmo inefable, derivado del sinfín de palabras ocultas en la oscuridad de los volúmenes cerrados”. Iluminar el futuro parece estar, en realidad, en la punta de nuestros dedos. En recuperar esos viejos hábitos. En volver a ser dueños de nuestros tiempos.