Hablamos con la escritora Blanca Arias sobre su nueva novela, lo blando y la práctica artística queer.
‘Blandito, blandito, ¿Qué le hacemos les feministes al arte?’ (Cielosanto, 2025) es el gesto que da cabida al tacto, texturas y materialidades. Blanca Arias amasa pensamiento y práctica, guiada por artistas como Mari Chordà, Eva Fàbregas, Louise Bourgeois y Sarah Lucas, para dar forma a una crítica que desafía la rigidez del museo y reclama la fuerza viva de lo blando. Su libro es un archivo sensible que abre un espacio para la escucha atenta, la pertenencia, y el reconocimiento, invitándonos a habitar la vida desde la vulnerabilidad.
En tu libro reivindicas los “gestos mínimos” y la “descomposición” frente a los grandes relatos de razón, guerra y piedra. ¿Qué papel juega lo blando como forma de narración o contra-narración histórica? ¿Qué mundos puede contarnos la materia que se ablanda?
Para mí hay una invitación muy importante en el libro, que es la invitación a prestar atención. Es algo que me parece muy urgente en el mundo en que vivimos, un mundo que se beneficia de la falta de atención, que se beneficia de la falta de tiempo para la práctica del pensamiento crítico, y que también se beneficia del individualismo, como forma de generar desafección.
Me parece que reivindicar ese “prestar atención al detalle”, o a lo que a menudo escapa de la representación —a lo que es demasiado pequeño para ser encajado en las grandes historias—, es una urgencia.
Lo que quería plantear con el libro, más que fórmulas, eran acercamientos. Más que respuestas, lo que pensaba que podía hacer —a partir de lo blando y también aprendiendo de sus maneras de hacer y sus texturas— era generar espacios o contextos para el pensamiento. Hay algo que me parece bonito de lo blando, y es que, precisamente por su capacidad metamórfica, nos pide que estemos atentas todo el tiempo. Que incluso cuando ya hemos mirado una cosa, la volvamos a mirar, porque puede ser que esté cambiando de forma, que esté transformándose en algo más.
De lo blando aprendo, el deseo de seguir observando, o el deseo que Dona Haraway conceptualiza como “seguir con el problema”. En lugar de abandonar las imágenes —que es un camino que algunas personas han decidido tomar, especialmente desde los feminismos o desde otras teorías críticas—, se trata de seguir con las imágenes, seguir con el problema, pero dejarnos empapar de esas materialidades o de esas texturas que escapan de lo historizable, porque están transformándose constantemente, porque están deshaciéndose constantemente. Porque, incluso, escapan al paso del tiempo. Porque no resisten al paso del tiempo, porque se diluyen antes de pasar a la historia.
Propones una crítica al régimen de lo visual, y reclamas un fundamento táctil que privilegie el tacto, el cuerpo, las entrañas. ¿Cómo se puede traducir esta apuesta sensorial en una forma de ver —y de hacer— arte feminista?
Cuando apelo al tacto, siempre lo hago en su doble dimensión. Por una parte, en el sentido más háptico, más físico, de pensar con las manos, con los dedos, con las yemas. Pero, por otro lado, también lo hago para reclamar el tacto como ese gesto de reclamar el cuidado. Acercarnos al mundo con tacto es acercarnos a través del cuidado y desde esa conciencia de que el objeto de estudio nunca es un objeto, sino que es un sujeto en sí mismo.
A partir de la pandemia, muchas personas nos hemos vuelto a preocupar por el tacto, porque nos encontramos en un momento en que el tacto se prohibía. Y no solamente se prohibía a nivel físico, sino que también empezó a darse, en paralelo, un auge del fascismo. Por lo tanto, también una pérdida del tacto en el sentido poético o conceptual. Y a mí eso me preocupaba tremendamente.
Entonces, en los pensares y los haceres feministas, creo que hay una apuesta por el tacto en esa doble acepción. Y, sobre todo, una apuesta por entender que la historia es eso que se hace con las manos, y no eso que pasa solo en la mente. Es eso que pasa por las mentes, sí, pero que modela los cuerpos desde los materiales.
Hay algo bonito en dejar de priorizar la palabra, como si fuera la única forma de entendernos. Existen formas de acercamiento al mundo que son muy válidas y útiles, y a las que no estamos atendiendo porque estamos capturadas por esta supremacía de la vista, que además va acompañada de la supremacía de la visibilidad.
Retomas la idea de una epistemología rumiante, que apuesta por la lentitud, la repetición y la traducción como formas de conocimiento frente al impulso moderno de creación original e intencional. ¿Qué implica, desde tu práctica, pensar y escribir desde la traducción en lugar de la invención? ¿Dirías que este gesto converge en las escritoras, artistas, filósofas y críticas que atraviesan tu libro?
Yo creo que no todas pensarían así, pero a mí sí me parece muy interesante entender la práctica artística como una práctica traductora. No solo porque me permite unir las muchas cosas que hago y pensarlas bajo el mismo paraguas. Porque a mí me pasa que me cuesta mucho definirme profesionalmente. Entonces, la práctica de la traducción es algo que abraza todo lo que hago.
Cuando pienso en la práctica de la traducción, pienso en una cosa que siempre me decía mi yaya cuando yo era pequeña: que estaba todo inventado ya. Yo pensaba: “Qué frustrante, ¡ya no hay nada que hacer! Si está todo inventado, ¿qué hacemos más?”. Y luego, esa frustración he logrado transformarla en fascinación o en ilusión. Porque cuando todo está hecho, te das cuenta de que lo único que nos queda es re-pensar lo que ya está hecho. Volver a acercarnos a eso, compartirlo, sentirnos acompañadas por estar haciendo lo mismo.
También, para las personas que hemos sido faltas de genealogía —a quienes se nos ha dicho que no tenemos una historia—, es muy reconfortante entender que todo está hecho, porque te das cuenta de que efectivamente existes en la historia. De que hay un lugar para ti. Y esa pertenencia también significa que hay texturas y materialidades que te van a acompañar.
Entonces, cuando yo empiezo a pensar en este magma de ideas, en el cual estamos muchas inmersas, la traducción me parece una herramienta muy útil. Porque te das cuenta de que no hace falta crear de nuevo, no hace falta crear nuevas imágenes, porque ya tenemos todo un arsenal de imágenes disponibles, todo un archivo de texturas que está ahí esperando para ser interpretado. Ya pasamos a otra lógica.
Hay una cosa muy bonita que me dijo Alba Mayol, cuando le pedí traducir un poema de Maria-Mercè Marçal, que estaba en catalán, y le pedí que me lo tradujera al castellano. Y ella me dijo: “No sé si va a poder ser una traducción, pero va a ser un beso de un poema al otro”.
Pensar en la práctica artística como un gesto en el que un cuerpo besa al otro me parece precioso, y un cambio de paradigma importante, en el que ya no estamos pensando en el genio produciendo en su estudio, sino que estamos pensando en un ejercicio compartido, donde siempre hay más de un cuerpo.
En tu libro planteas la experiencia de la feminidad —e incluso de la hiperfeminidad— como un terreno de dislocación, donde la apariencia no refleja ni obedece una esencia estable. ¿Cómo puede esa incoherencia entre lo que se muestra y lo que se es convertirse en una forma de resistencia? ¿Qué posibilidades políticas abre sabotear la expectativa desde dentro del signo?
El proceso de entender que la forma en la que me anticipo como persona femenina podría frustrar una expectativa, esa expectativa, la experimenté por primera vez leyendo a Bell Hooks. Que es una persona que se presenta mucho desde la ternura, pero que finalmente tiene un trabajo de crítica cultural importantísimo.
Entonces, Bell Hooks es alguien que habla siempre desde esa ternura para decir cosas que, de repente, vienen de la rabia. Para mí también hay algo en la feminidad que anticipa una docilidad o una dulzura, que luego puede ser subvertida con la palabra o con el gesto, donde ya aparece la rabia. Para mí era muy importante hacerle lugar a la rabia, también al hablar de lo tierno. Entender que son dos caras de la misma moneda y que, precisamente, este hacerle caso a la entraña, este obedecer a lo que va por dentro, también tiene que ver con dar lugar a la rabia.
De Bell Hooks aprendí esta posibilidad de anticiparte como dulce o dócil y luego, de repente, articular un discurso que no se esperaba de ti. Creo que esto pasa particularmente con las personas que no hemos tenido demasiado acceso a la representación: que las imágenes que llegan de nosotras al mundo son siempre muy estereotipadas, y por tanto, no esperan una voz detrás, sino que simplemente es un cuerpo proyectándose en una imagen.
Por eso, me preocupa tanto también este enredo en el que estamos, de las políticas de la visibilidad y de la representación, porque finalmente que un cuerpo aparezca en el espacio público no significa que aparezca su discurso. Y me parece importante que empecemos —bueno, obviamente ya llevamos muchas décadas haciéndolo— a generar teoría crítica desde una experiencia situada en el mundo, donde no sea solo nuestra imagen lo que llega al gran público, sino que sea también nuestra voz. Y eso no tiene que ver con este discurso de “dar voz” o de “hacer lugar”, sino que tiene que ver con un reclamo de participación en lo público, de participación en lo común desde la experiencia propia y situada.
La carne blanda, los cuerpos flácidos, los contornos difusos…¿Cómo puede esta materia —tradicionalmente patologizada o corregida— convertirse en una forma de política estética y afectiva? ¿Qué tiene lo blando que decirle al museo?
Lo que le puede hacer lo blando al museo es recordarle que el museo también es un cuerpo. Que, finalmente, aunque se ha intentado camuflar en esa dureza de los muros que lo protegen —y aunque hayan hecho ese esfuerzo por camuflarse en una blanquitud que no es casual, en la falta de arrugas, de grietas, de estrías—, no es un lugar neutro. Todas esas construcciones sirven, precisamente, para articular un cuerpo que ha sido entendido como no-cuerpo, porque es la norma.
Esa idea de que el arte blando puede recordarle al museo que el museo también es un cuerpo, y que ese cuerpo no es casual, sino fruto de toda una serie de decisiones políticas, estrategias —y en gran parte, coloniales— que convierten al museo en ese dispositivo liso, blanco, impermeable…
Entonces, para mí, hay algo muy clave: ese recordatorio. El reclamo de responsabilidad por parte de lo blando hacia la dureza del museo. El reclamo de porosidad. Ese deseo de pedirle al museo que se conmueva con nosotras, que sea capaz de dar lugar a la entraña, o como mínimo, de reconocer que el museo ha optado por representarse en un cuerpo que huye del cuerpo, de alguna forma.
Lo excesivo, lo que se desborda, el pliegue, la estría, la grasa… Para mí es un expreso recordatorio de que hay cosas en el cuerpo que siempre van mucho más allá de nuestro control. Y hay algo que constantemente escapa de la contención. Aunque el museo no lo quiera, siempre hay una gotera, siempre aparece una humedad. Y eso es el recordatorio de que las cosas están vivas y exceden al control.
Aludes a una “respons-habilidad” frente a la materia. ¿Cómo se traduce esa ética relacional en tu proceso de escritura? ¿Qué cuerpos te acompañan cuando escribes?
Yo creo que, cuando hablamos de atender a la agencia de la materia, tiene que ver con reconocer que la materia tiene una autonomía o unos modos de hacer que nos sobrepasan y que nos superan. Lo digo porque, por ejemplo, durante el proceso de escritura del libro, a mí me pasó que me dolía mucho el estómago en algunos momentos. Y ahí es cuando te das cuenta de que, por mucho que tú tengas control mental sobre la situación —que además, yo no soy una persona especialmente estresada, soy bastante tranquila—, el cuerpo somatiza. Porque el cuerpo es sabio, y la materia se desarrolla y hace sus procesos químicos y alquímicos aunque nosotras no se lo permitamos. Sin nuestro consentimiento, la materia va haciendo cosas.
Y esto, aunque pueda parecer un ejemplo anecdótico, fue para mí una de esas confirmaciones: que por mucho que tú intentes impedir un devenir de la materia —que en este caso se vuelve contra ti—, el estómago se revela, como una especie de venganza del cuerpo por estar llevándolo al límite. Y eso es, precisamente, un recordatorio de la sabiduría de la materia.
Todo el rato no paraba de pensar: ¿cómo es “escribir desde el estómago”? ¿Cómo es esto de permitirse las temporalidades digestivas, de permitirme un escribir desde lo gástrico? Y de repente, mi estómago dijo: “tengo algo que decirte: no me encuentro bien”.
Eso es algo que nos hacen ver muchas de las obras que me fueron acompañando a lo largo del libro: que la materia siempre tiene cosas que decirnos. Y esa fue también una de mis motivaciones a la hora de escribir el libro: encontrar aquellas piezas o artistas que dejaban hablar a la materia, más allá de intentar insuflarles sus ideas, más allá de intentar que el cuerpo diga una cosa determinada. Porque lo que importa es lo que el cuerpo tiene que decirnos antes de que nosotras lo encarcelemos.
Hay en tu texto una crítica profunda a las jerarquías de los sentidos. ¿Cómo imaginas una práctica artística o curatorial que descentralice la vista y abrace otras formas de conocimiento? ¿Qué pasaría si aprendiéramos a leer con la piel?
Hay que dejar entrar a lo artístico cosas que se escapan de su terreno a priori. Hay que abandonar la idea de que la historia del arte es una cultura exclusivamente visual. Porque, quizás, la historia del arte es una historia de la textura, ¿no? Y la textura también tiene que ver con la vista, sí, pero también con lo háptico.
Entonces, para mí, hay una cosa muy bonita en la posibilidad de darnos cuenta de que hay toda una serie de sentidos que desconocemos, y que probablemente vamos a seguir desconociendo durante mucho tiempo, simplemente porque estamos encerradas en estos cinco sentidos, que son los únicos que nos han enseñado.
Hay algo en esa espera —a que llegue un sentido que aún no somos capaces de invocar— que me parece muy interesante para quienes trabajamos en la cultura. Entender nuestra presencia, nuestro trabajo, como un trabajo de espera, donde estamos intentando escuchar de forma silenciosa las manifestaciones de la materia. Esa intuición, o esa fe en que la espera va a promover el florecer de otros sentidos, me parece una forma de estar y de acercarse al hecho artístico bastante diferente a lo que se ha planteado habitualmente.
Porque la investigación artística se ha entendido casi siempre como una búsqueda colonial del significado, cuando en realidad, quizá no tiene tanto que ver con ese impulso o ímpetu de encontrar cosas nuevas, formas nuevas, discursos nuevos… sino más bien con esperar que la materia esté preparada para comunicar lo que tiene por decirnos. Yo pienso que mi trabajo ha sido, en gran parte, un trabajo de espera y de escucha.
La espacialidad aparece como campo de disputa: el derecho a ocupar espacio, a desbordarse, a no ser constantemente disculpadxs. ¿Cómo se vincula para ti esta política del espacio con las prácticas queer en el arte?
Eso es una cosa que está trabajando más mi pareja, Edu Rubio, que es maravillosa y una investigadora muy silenciosa, pero que está haciendo sus cosas. Y ella, de repente, empezó a conceptualizar mucho esta idea de que el arte producido por personas trans o no binarias tiende a la desaparición o a la autodestrucción, precisamente porque hay una conciencia de la fragilidad de los cuerpos que ocupan el mundo desde lo trans o desde perspectivas no binarias. Esa conciencia hace que no se juegue a esa liga de ocupar el espacio como se ha hecho hasta ahora, o de querer permanecer en la historia.
Creo que hay algo, desde las prácticas queer o desde las prácticas feministas, y es que están hechas por personas que hemos tomado una conciencia excesiva del espacio. Y, por lo tanto, somos muy conscientes de que aquellos aparatos que producimos también ocupan un espacio.
Hay una dimensión conceptual, más simbólica, de permitirnos ocupar ese espacio —como en el caso de Eva Fábregas o Ana Irina Russell, autoras que pienso con obras más instalativas, más grandes—. Pero, por otro lado, también hay una apuesta por quedarse en lo pequeño, como una posibilidad de reclamar una historia no escrita del detalle o de lo que desaparece. Ahí pienso, por ejemplo, en prácticas como la de Senga Nengudi, que además suma una historia de racialización. Y creo que eso también tiene que ver con esa dificultad de habitar el archivo, de pasar a la historia, donde muchas veces las obras están destinadas a desaparecer.
Y, por otro lado, hay una cuestión más pragmática, pero que me parece igual de interesante: ¿quién puede permitirse obras tan grandes? Yo, por ejemplo, tengo una práctica artística y no tengo estudio; entonces, todas las obras que hago son siempre muy pequeñas porque tengo que tenerlas en casa. Hay muchísimas artistas que trabajan desde lo queer o desde los feminismos que no pueden permitirse un estudio o un almacén. Todas estas cosas también condicionan la forma de lo que producimos.
Y hay muchas piezas que, aunque ocupen mucho espacio —y ahí pienso en Ana Irina Russell, muy concretamente, porque hace piezas muy plegables— están pensadas para que luego esas obras puedan no ocupar espacio cuando no están expuestas. Y eso también me parece de una gran generosidad, o de un buen hacer: pensar en qué pasa con todo aquello que creamos cuando no está expuesto. Pienso, en contraposición, por ejemplo, que Richard Serra nunca piensa en el espacio que ocupan sus megalomanías de hierro. Él sabe que va a haber algún almacén dispuesto a guardar eso, o algún museo dispuesto a comprar una pieza y a pagar un almacén para ello.
Pero, mientras tanto, las artistas queer aún no ocupamos ese tipo de espacios. Habitualmente, tenemos que pensar en las políticas del almacenaje, que nos llevan a producir objetos más pequeños, plegables o que prevean su propia vida.
Frente a la cultura de la certeza, propones abrazar la duda, la porosidad, la fragilidad. ¿Cómo se relaciona esta apertura con la noción de vitalidad? ¿Qué significa, para ti, afirmar la vida desde la vulnerabilidad?
Me alegro mucho de esta pregunta, porque una cosa que me está pasando mucho haciendo entrevistas es que, de repente, la gente me pregunta cosas que tengo que responder cuando el libro es todo un archivo de preguntas y hay muy pocas respuestas. Me he encontrado con que es un libro tejido 100% desde la duda, por una cuestión de convicción, en que es mucho más interesante abrir y no cerrar el discurso.
Me está pasando mucho que, de repente, me veo intentando hacer statements en las entrevistas, de los que he huido en el libro todo el rato, y digo: “Pero Blanca, ¿qué dices? ¡No piensas eso!”. Hoy no me ha pasado, pero a veces sí siento esa presión del statement. Y para mí es muy importante reivindicar, en primer lugar, que hay cosas que no sabemos y que no vamos a saber nunca, y en segundo lugar, que estamos ensayando las respuestas juntas.
Para mí, el libro no era una tesis en el sentido de querer cerrar una investigación, sino abrirla para que pueda ser desarrollada por muchas otras personas. Y hay algo muy bonito que me está pasando, que no era consciente de que me iba a pasar, y es que hay como una circularidad con las artistas que aparecen en el libro, donde de repente yo he escrito sobre ellas porque he aprendido con ellas, y ellas están leyendo lo que he escrito sobre ellas y aprendiendo conmigo.
Esa circularidad del aprendizaje solo se da porque hay un espacio para la pregunta. Si estuviera escrito todo de forma afirmativa, habría poco lugar para desarrollar eso, para darle lugar a esa espiral de conocimiento y agradecimiento que no para nunca.
Darte cuenta de que estás viva es darte cuenta de que el mundo no se acaba en tu piel. En reconocer esa apertura y también en reconocer lo precaria que es la vida (pensando en Judith Butler, que hace esta asociación entre la precariedad de la vida y la vulnerabilidad de los sujetos). Hay personas especialmente vulnerables por cuestiones estructurales, pero en general, la vida misma es precaria porque implica un proceso de muerte constante. Los procesos de cambio de la materia también son muchas veces procesos de muerte.
Entonces, para mí, hay algo que tiene que ver con mi personalidad —soy una persona muy apasionada y muy vital, en el sentido de creer en la vida— donde creo mucho en ese espacio de posibilidad. Me apetece reivindicar, como forma de acercarnos al mundo del arte, una tendencia más optimista y vital, frente a esa mirada más pesimista, más desafectada, que nos está llevando a invocar un futuro cerrado.
El pesimismo, muchas veces, arrastra más pesimismo. Pero sí, creo que hay una reivindicación en la vitalidad no solo de la materia, sino también del sujeto, que tiene que ver con un deseo de decir sí al futuro. Frente a esta imposición patriarcal, colonial y capitalista, que niega el futuro a algunas personas, de repente nosotras volvemos y decimos que sí, que hay un futuro, y que además es deseable. Un futuro en el que quizá haya un desorden del orden simbólico actual, una reorganización de prioridades políticas o simbólicas, pero que finalmente siempre hay una vida después de la vida, y que esa vida tiene que ver con la supervivencia de la materia al cambio. Por lo tanto, para mí, reivindicar lo blando es reivindicar vivir después de la vida, vivir en otras formas, tomar otros cuerpos para seguir creyendo en el futuro.
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