La muerte se escribe sola porque sucede sola. ¿Y la vida? El arrecife de las sirenas nace una tarde cualquiera de agosto cuando una polilla gris choca contra el muslo de Luna Miguel, en ese (pequeño y preciso) instante en el que choca contra su muslo y le hace daño. Puede que Luna lo sepa ya en ese momento o puede que lo aprenda luego: que en Japón hay polillas que se alimentan de lágrimas. La vida es fea, como una polilla, pero a ella definitivamente le gusta vivir. Y, por eso, sin pedir perdón por sus imágenes, sus latidos o sus recuerdos, Luna Miguel sale de viaje en su búsqueda. El libro, como digo, recoge un viaje (una serie de viajes), en sentido literal y figurado, por el misterio de la existencia y por el deseo de superar la muerte siendo madre, además de hija. Estar vivos nos compromete a vivir, dar vida nos compromete a vivir: “(…) al otro lado de esta vida nadie responde, / pero yo quiero seguir hablando”. (“Si usted decide comenzar”, pide Chögyam Trungpa, maestro espiritual de Allen Ginsberg, “vaya hasta el final; de lo contrario, tendrá una asignatura pendiente para siempre”).
En Idea de la ceniza, María Virginia Jaua cuenta que para que exista la vida tiene que existir la muerte “como un ciclo eterno que late”, idea que también se recoge en libros como Diario del duelo, de Roland Barthes o Los vivos y los muertos, de Joy Williams, y probablemente en miles y miles de libros en la Historia de la Literatura. Siguiendo con esto, podemos afirmar que los contrarios están muy presentes a lo largo del poemario, aunque coexistiendo o complementándose. No es un tema nuevo, excepto para quien experimenta por primera y única vez en la vida lo que supone perder a una madre o ser madre primeriza. Puede que convertirse en madre sea la única sublimación posible ante la muerte de esa madre. Se trata de la necesidad de provocar vida.
Por eso, puede que el viaje más importante de cuantos aquí se emprenden sea aquel que nace en el momento de la fecundación: “no sé dónde lo leí o dónde lo imaginé / pero sé que en el mundo existen culturas / en las que un nacimiento no se produce / el día del parto sino durante el mismo / momento de la fecundación”, escribe Luna, “no sé dónde lo decidí o dónde lo supe / pero desde entonces empecé a medir el tiempo / no según las horas que hacía desde que / ana murió sino según las horas que quedaban / para que hana comenzara a llorar”. Existe un concepto budista llamado “Pratītyasamutpāda” que habla del origen común y de la interconexión de todo lo vivo: “Morimos para vivir / vivimos para morir”, nos cuenta la poeta en voz de Nishiwaki Junzaburo.
En El arrecife de las sirenas, Luna Miguel nos deja algunos de los versos y de los poemas más bellos y puros sobre la maternidad, cargados de asombro, llenos de delicadeza y dulzura, rebosantes de amor: “tu vida entera es mi leche / pero eres tú quien me alimenta”. Palabras como “gladiolo”, “albaricoque”, “ceniza” o “siesta”, que gustan por cómo suenan y por cómo significan, dejan paso a otras como “muselina”, “pelele” o “dudú”. Son palabras, versos y poemas que trepan por este libro-bungavilla de espectacular floración: el bebé es nuevo, su culito es nuevo, su cara, sus uñas, su naricita, sus manos, su frente, sus pies, sus bronquios, su pelo. Su risa y su templanza. Por fin todo es nuevo. Más amable, más suave. Todo es distinto. Por fin el sol brilla sin aparente esfuerzo.
“Las lecturas tristes son imprescindibles”; sin embargo, en El arrecife de las sirenas, que sigue y cierra la ¿trilogía? que completan La tumba del marinero y Los estómagos (todos editados por La Bella Varsovia), Luna Miguel se pide a sí misma poemas felices en vez del golpe en el vientre de lo que ya no late. La muerte y el duelo han provocado una búsqueda y una conciencia valientes de la felicidad y de la vida. “Habla de todo esto cuando llegues a casa”, dice. Creo que Luna transmite de una forma sobrecogedora el extrañamiento y la maravilla ante el descubrimiento de esa felicidad que, de tan cercana y cotidiana, nos parece exótica. Y lo hace casi como si fuera ese niño Ulises que abre los ojos por vez primera: “la poesía es fijarse en esto y en aquello, / tal vez, / detenerse en lo que nadie se detuvo”. O: “la poesía es sangrar sobre esto y sobre aquello, / tal vez, / derramarse en lo que nadie se derrama porque / mira: el mundo sigue abierto”.
Luna Miguel nos enseña que “(…) un poeta huérfano no es un poeta / sino un artefacto cargado de pólvora caliente”, pero también que las heridas desaparecen con nostalgia. Que las polillas pueden ser bonitas.
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Poema Lección de anatomía, de Blanca Varela:
“más allá del dolor y del placer la carne inescrutable
balbuceando su lenguaje de sombras y brumosos
colores
la carne convertida en paisaje
en tierra en tregua en acontecimiento
en pan inesperado y en miel
en orina en leche en abrasadora sospecha
en océano
en animal castigado
en evidencia y en olvido
viendo la carne tan cerrada y distante
me pregunto
qué hace allí la vida simulando
el cabello a veces tan cercano
que extravía alojo en su espesura
las bisagras silenciosas cediendo
lagrimeando tornasol
y esa otra fronda inexplorada
en donde el tacto confunde
el día con la noche
fresca hermosa muerte a la mitad del lecho
donde los miembros mutilados retoñan
mientras la lengua gira como una estrella
flor de carne carnívora
entre los dientes de carbón
ah la voz gangosa entrecortada dulcísima del amor
saciándote saciándose saboreando el ciego bocado
los mondos los frágiles huesecillos del amor
ese fracaso ese hambre
esa tristeza futura
como el cielo de una jaula
la tierra gira
la carne permanece
cambia el paisaje
las horas se deshojan
es el mismo río que se aleja o se acerca
tedioso espejo con la misma gastada luna de yeso
que se esponja hasta llenar el horizonte
con su roñosa palidez
merodean las bestias del amor en esa ruina
florece la gangrena del amor
todavía se agitan las tenazas elásticas
los pliegues insondables laten
reino de ventosas nacaradas
osario de mínimos pájaros
primavera de suaves gusanos agrios
como la bilis materna
más allá del dolor y del placer
la negra estirpe
el rojo prestigio
la mortal victoria de la carne”.