Cinco fragmentos poéticos de Dolore Minimo

31 / 01 / 2022
POR Irati Fernández

La obra de Giovanna Cristia Vivinetto atestigua la transformación de alguien que da a luz a otro ser en su propio cuerpo. Un renacer que implica una muerte. 

Portada de la edición bilingüe por Letraversal, a cargo de Pedro J. Plaza y Ángelo Néstore

Dolore minimo’, la obra poética de Giovanna Cristina Vivinetto publicada recientemente en su edición bilingüe al español por Letraversal, es en su forma interior un diálogo entre dos vidas que habitan un solo cuerpo, una sola experiencia, un único deseo. Un diálogo que comienza con voces indistinguibles para el lector, pero que van diferenciándose poco a poco, hasta estar claramente separadas en los últimos poemas, incluso a nivel ortotipográfico. Es un diálogo de la voz poética consigo misma, pero también es un diálogo de madre a hija: una persona que da a luz a otra en su propio cuerpo, que le da nombre, que le da vida, que le da sus manos, sus piernas y su cabeza. Y de entre estos, el nombre es un tema fundamental. En palabras de Vivinetto «…el sonido primordial / de todo nacimiento es una voz que llama / un nombre: es el pronunciamiento / el que da vida, realidad.»

Se ha producido una transformación que proviene de un poder heredado, el don de Tiresias: «mudar el sexo una vez en la vida». Una elección que implica una renuncia, un renacer que implica una muerte. Y de dicho poder también surge una hermandad profunda con todo aquel que ha sufrido esa maternidad creadora, aquellxs que fueron «constreñidos a rehabilitar nuestros cuerpos, / obligados a mirar a la cara nuestra naturaleza / y suprimirla con otra.»

 

La primera pérdida fueron las manos.

Me abandonó aquel don ingenuo

que se adentraba en las cosas, las descubría

con gesto niño, las plasmaba.

Eran manos que no sabían

retirarse: manos de doce años,

manos de hijos que tienden al cono

de luz, que todavía no saben

juntarse para la oración.

Manos profundas, como lagos

en los que nadie querría buscar,

manos silentes como antiguos cofres

cerrados: manos inmaculadas.

 

El primer hallazgo fueron las manos.

Recibí un don adulto que sabe

exactamente donde posarse, manos

amplias y cóncavas de una madre

que se aparta en el umbral y espera;

manos de madera y de flores

de cerezo, manos que vuelven a nacer.

Manos que saben también agarrarse

a la consistencia precisa de la nada.

 


 

Una vez al año descendía

a ti, madre, como el otoño.

Tú me acogías con hojas

entre las manos que dispersabas

siempre al viento con mi llegada.

Comprendías, madre, el orden oculto

de las cosas, como cuando a mis ocho

años susurrabas «hija mía»,

y yo te renegaba una vez

por cada hoja que echabas a volar.

«somos hojas de otoño, hija mía»,

era tu única, tu dulce advertencia.

Durante los diez años sucesivos

descendí a ti cada otoño, madre,

y te veía, como de costumbre,

esparciendo hojas y siseando

entre los labios nombres de mujer:

nombres de hija para mí desconocidos.

El otoño de tu undécimo año

bajé hasta ti, madre, pero no te encontré más:

las hojas permanecían amontonadas,

sin mano alguna que las liberase al viento.

Te llamé, susurré tu nombre,

disolviendo la verdad ahí oculta.

Aquel otoño tomé el relevo,

suplí tus manos para dispersar

las hojas, me nombré al viento,

resurgí del infierno que me moría

en el pecho: así fue como me abandoné

al dolor de los nombres y entendí

que aquel nombre que ibas invocando

era el mío, madre.

 


 

Soy una madre atípica, madre

de una hija atípica. Necesité

diecinueve años

para darte a luz, necesité

de esa fragilidad que arde

a los diecinueve años, de esa ansiedad

adolescente de ponerse manos a la obra

con los propios miedos. Tal vez,

si no lo hubiese hecho entonces,

 no habría ocurrido nunca: fecundarme

para volver a ser minúscula

materia de un cuerpo universal.

Tu llanto -aún retumba aquí dentro-

es la voz milagrosa de los muertos

que asciende muda desde la tierra,

el verbo que salva, que sacude

el sollozo íntimo del animal

-¿has visto llorar alguna vez a una bestia?-

que no desgarra; sin embargo, está ahí,

mínimo, dócil, clavado.

Y quizás, hija mía, viniste de noche

cuando las horas no tienen rostro,

ni llanto, ni atisbo de nombre

para enseñarme que en cada vida

hay un punto que cede,

pero también un punto, más oculto,

que resiste.

 


 

Nosotros estábamos entre aquellos llamados

contranatura. Nuestra existencia

revertía y distorsionaba las leyes

de la creación. Pero ¿cómo podíamos

nosotros, exuberantes en nuestros cuerpos

adolescentes, ser un descarte,

un defecto de una naturaleza

que no tiene? Nos convencieron,

nos persuadieron de la autonegación.

Nosotros, tan jóvenes, fuimos constreñidos

a rehabilitar nuestros cuerpos,

obligados a mirar a la cara nuestra

naturaleza y suprimirla con otra.

A decir que podíamos ser

quienes no queríamos, quienes no éramos.

Nosotros, los únicos seres inocentes.

Nosotros, los últimos seres vivientes;

nosotros, trasplantados al mundo

de los muertos para sobrevivir.

 


 

Todo comenzó por tener confianza.

Estábamos solo nosotros dos y el cuerpo.

Al principio estaba únicamente yo,

ella vino después con la urgencia mínima

del viento de la lluvia, de las raíces

-de todo aquello que, en fin, no puede

controlarse, sino que sencillamente sucede-.

Descansaba en el orden inmaculado

de la naturaleza. Quizás estaba escrito

desde hacía siglos en cualquier célula

transmitida con el tiempo hasta mí.

Por eso no supe, no pude alejarla.

Tuve que asumirla al igual que cada

destino. Quizás estaba aquí para salvarme.

Era yo mismo, más yo incluso

de lo que pudiera pertenecerme. Me fié.

Y así empecé a darle espacio.

#VEINPOETRY