A Mónica Rohan su infancia en el campo le sigue merodeando. Pasó muchas horas en soledad y también pasó frío. La luz, el color y los patrones de las mantas con las que se protegía fueron componiendo un temperamento caprichoso, casi idílico, pero que deja entrever notas de una fragilidad propia del aislamiento.
Mónica se autorretrata cubierta y envuelta en telas. En sus pinturas esconde su rostro entre retales de alegres colores que pueden resultar traviesas. Pero las montañas de seda y otros tejidos remendados quizá ocultan su identidad, dando cobijo a la naturaleza contemplativa de la protagonista.
Otras veces busca compañía y entonces se da la libertad de desdoblarse y se dibuja dos veces. Y de nuevo reina el silencio, y el contacto es mínimo, un roce como mucho, pero aumenta el calor humano y la burbuja se amplía por un instante para dar cabida a un alter ego que va y viene contantemente.