La argentina Ingrid Pokropek ha estrenado su opera prima como cineasta: ‘Los tonos mayores’, una caza del tesoro urbana que expone los miedos y las vicisitudes de una pubertad de extrarradio. En #VEINDIGITAL hablamos con ella.
A través de la pantalla de Zoom, la directora argentina Ingrid Pokropek aparece delante de una estantería llena de libros, con el semblante de una persona que parece demasiado joven como para haber rodado ya tres cortos y un largometraje, su opera prima ‘Los tonos mayores’, estrenada en España el 12 de julio. Pero al charlar con ella, uno se da cuenta de que alberga esa madurez de los individuos que han observado mucho su entorno, y han reflexionado largo y tendido sobre ello.
La primera película de Pokropek también rezuma la calidez de un tiempo puberal pasado, pero que se piensa a sí mismo con permisividad y una caricia consoladora. Protagonizada por la joven Sofía Clausen, ‘Los tonos mayores’ inicia su relato en mitad de una cotidianeidad con ciertas derivas hacia el fantástico, cuando una chica de catorce años es capaz de recibir señales en la placa metálica de su brazo. Su viaje es el de una urbanita que siempre se está moviendo, como una onda sonora, en su intento de descifrar un mensaje que la guía hacia lo desconocido.
La cineasta habla de aquello escondido bajo la superficie, como los mensajes ocultos, o las preocupaciones de una preadolescente que busca su sitio en el mundo. Pero también cuenta su experiencia como habitante de un Buenos Aires de extrarradio, de la sensación de no pertenecer, y de cómo todo ello ha quedado plasmado en su intrigante juego de niños.
La película recuerda a aquellas historias de búsqueda del tesoro. ¿Eres fan del género?
Me interesaba un género literario que es muy importante aquí en Argentina, que es el fantástico, donde aparece un elemento sobrenatural o disruptivo, que incide en un verosímil más realista. Me gustaba la idea de que el mensaje oculto aquí tomara ese lugar. Y me interesaba, por otro lado, que hubiera una aventura urbana, en la ciudad de Buenos Aires. Dialogar con ese tipo de películas con protagonistas jóvenes, que se animan a lanzarse como a un pequeña travesía.
No es el típico Buenos Aires el que se ve en la película.
Eso para mí era re importante, porque me gustaba que, si bien la película tuviera elementos fantásticos, también tuviera paradójicamente esta cuestión más realista, con ciertos lugares de la ciudad que me interesaba filmar, y que no son puntualmente los lugares más turísticos. Son zonas de traslado y de mucho movimiento. Yo viví en las afueras de la ciudad y habitaba esos lugares.
La película está planteada de manera que arrastra al espectador al juego de niños, independientemente de la edad que tenga, y además es tomado muy en serio.
Mi objetivo era estar a la altura de los personajes. Acompañar a la niña y creer en su búsqueda. No mirarla desde arriba. Que no fuese una película que mirara hacia la juventud de una cierta manera, sino que trabajara desde el lugar de esos niños. En ese sentido, creo que fue clave encontrar a la actriz protagonista, porque ayudó mucho a construir la interioridad de ese personaje.
Los tonos mayores es una película que habla mucho de la soledad, y también del duelo. ¿En qué medida conecta en un nivel autobiográfico?
Obviamente nunca recibí un mensaje secreto en código morse, pero sí hay muchos elementos autobiográficos. Por un lado, el estado de ansiedad en el que se encuentra la protagonista, a los catorce años, en el que yo misma estaba en una crisis de lugar que no tenía. A veces, algunos amigos maduran antes y uno se encuentra un poco atrás, y está un poco confundido, y no sabe si está bien o está mal que a uno le interesen ciertas cosas, y no le interesen otras. Así como cierto gusto por la fantasía, que tal vez con la adultez se pierde un poco.
Y por otro lado, también me relaciono con la diferencia espacial de los que viven fuera de la ciudad y los que viven en la ciudad. Me gustaba esto de que el personaje de Ana tuviera que tomar diferentes medios de transporte: el tren, el colectivo, o si se la pasa caminando, que es algo que a mí me pasaba mucho. Yo vivía muy lejos de los lugares que habitaba. Vivía viajando dos horas en medio de transporte, cuando mis amigos no tenían esa misma vivencia. Y eso hacía que uno siempre estuviera un poco al borde del peligro sin ser muy consciente. De volver muy tarde, y tener muy poca plata para moverse, y perder el último tren para volver a casa. A mí me ha pasado lo que le sucede a Ana en la película: que el taxi no quisiera cruzar al otro lado de la provincia. Hay lugares en Buenos Aires más peligrosos, y el taxi me ha dejado, siendo muy chica, del lado de la capital, diciendo, “cruza vos, yo no cruzo”. Para mí era algo muy traumático por el hecho de que el otro te generase ese peligro.
Por último, me interesaba una película sobre un padre y una hija, por el cariño que le tengo hacia mi papá.
Además de esas derivas y traslados de la protagonista, se juntan en el film varias disciplinas, desde la música, hasta el arte y por supuesto el lenguaje y la comunicación. ¿Es una especie de homenaje a esa idea de salirse de los márgenes, o buscarlos, en todo caso, como hace Ana?
Me parece linda la idea. Las diferentes disciplinas artísticas que aparecen, por un lado están por una cuestión muy banal, que es porque me daban ganas de filmar esa orquesta de niños, o de filmar esos personajes trabajando con obras artísticas. Pero también buscaba algo de cierta relación entre el arte y el código, si bien el código es como de un orden más técnico y científico. El código morse tiene algo que a mí me llamaba mucho la atención, que es la posibilidad de leerlo de muchas maneras. Un punto y una raya es algo visual, pero también es un sonido corto y un sonido largo, que los personajes accidentalmente transforman en música, porque lo leen de esa manera. Me gustaba esa relación con el lenguaje de la música y el lenguaje de la comunicación secreta, como un vínculo de los diferentes lenguajes.
¿En qué momento decidiste que la protagonista recibiría un código, y que toda la película fuese la búsqueda de esa traducción?
La primera idea que apareció era un poco más disparatada: el mensaje no le llegaba a través de una placa, sino que le llegaba al corazón, como si se le sincronizase. Una idea muy delirante que era muy difícil de trabajar. Pero me gustaba mucho la idea de algo sobrenatural o fantástico a través de un cuerpo. Hice un corto antes de la película, que se llama Chico eléctrico [2021], que tiene algún vínculo. Es de un chico que, sin explicación, tiene energía en su cuerpo capaz de cargar celulares o encender la luz. Y lo usa para ganar un poco de plata en Buenos Aires, porque en verano hay cortes programados sin motivo. Me interesaba esa ingenuidad e inocencia de una persona más joven a la hora de interpretar lo que le está pasando, y no acudir al lugar común de ir al médico, sino de primero mostrárselo a su amiga e inventarse un mundo juntas, como escribir una canción.
Retrato de Ingrid Pokropek
Esa canción resuena en la cabeza de Ana en bucle. ¿Hay alguna obra, canción o película que tuvieras muy presente en el proceso de escritura?
Cuando empecé a escribir la película, las referencias que tenía argumentalmente no eran muy cercanas. Eran más como de tono o espíritu, como Los cuatrocientos golpes [F. Truffaut, 1959], o Mis pequeños amores [J. Eustache, 1974]. Y mientras estaba por la mitad de la película de casualidad me reencontré con Encuentros en la tercera fase [S. Spielberg, 1977]. La había visto cuando era chica y ni me acordaba, y tienen un vínculo muy fuerte. Pensé que esta película tiene que tener un leitmotiv como el que canta la nave. Y con el músico [Gabriel Chwojnik], trabajamos con el código morse para hacer un tema que tuviera una sonoridad parecida.
Hay una secuencia que parece bastante complicada de rodar, que es ese par de besos entre adolescentes. ¿Cómo se prepara una secuencia así con gente tan joven?
Al principio tuvimos muchos encuentros con los actores, antes de filmar. Hubo muchos ensayos y nos conocimos entre todos, para que tuvieran confianza. Cuando fuimos al filmar en el planetario, hicimos muchos ensayos sin que se besaran. Dejamos el beso para el momento de la toma, para que saliera de la manera más espontánea posible. Pero lo gracioso es que yo estaba nerviosa de que ellos estuvieran nerviosos e incómodos. Les decía que no se preocupasen hasta que llegase la toma, y uno de los chicos que es como muy cool, me dice: “Vos estás más nerviosa que nosotros, estamos re tranquilos”. Unos genios. La más pequeña del elenco es la protagonista, y todo el tiempo me decía “Estoy muy contenta de que a mí no me tocó darme un beso”.
¿Qué has aprendido en el rodaje de tu primer largometraje?
Filmamos en seis etapas de rodaje, y siento que la experiencia fue muy diferente a los cortometrajes. Estuvo muy bueno porque de una etapa a otra, nos afilábamos mucho como equipo. También yo editaba con el montajista entre etapa y etapa, para aprender qué mejorar, y siento sobre todo que aprendí un poco más a trabajar los tiempos en la escena. Hay escenas que para mí funcionan mucho mejor, que son las últimas que film, que las primeras, que son las que veo más flojas. Es parte del hecho de rodar una película en un tiempo prolongado. Me gusta mucho toda la secuencia en el restaurante final. Fue lo último que filmamos, y lo agradezco, porque siento que llegamos todos con mucha más experiencia a esa secuencia que era tan importante.
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